martes, 12 de junio de 2012

Por qué exhibimos seres humanos...

Reproduzco una interesante y necesaria reflexión del periodista/antropólogo Marcelo Pisarro, publicada hace pocos días en Ñ. Señala los peligros inherentes a la "apreciación multicultural" -en términos de cosificación, mercantilización y escenificación de la "cultura tradicional"-  y llama la atención hacia las inadvertidas consecuencias que puede tener la aguda "folklorización" por la que pasan, actualmente, grupos afroamericanos.

Ota Benga, "el pigmeo del zoológico del Bronx", exhhibido en 1906

Revista Ñ - 29 de mayo de 2012
Por qué exhibimos seres humanos
En Sucre dos tejedoras tejen en el patio de un museo, como testimonio cultural. A partir de allí esta nota recorre una polémica aún no agotada.

Por Marcelo Pisarro


El letrero advierte que está prohibido tomarles fotografías. Objetos, salas, personas, nada puede ser fotografiado. La muchacha está sentada en el patio del museo, en Sucre, Estado Plurinacional de Bolivia. Dormita con la cabeza apoyada sobre su telar. Metonímicamente, la muchacha representa una “cultura superviviente”, una “tradición” más “genuina” y más “pura” que fue “rescatada” de los embates de la “civilización”, de “la modernidad”, de “Occidente”, por etnógrafos, organismos estatales y promotores turísticos. Esta cultura superviviente difiere de la cultura de aquellos que han sentado allí a la muchacha: la cultura de los antropólogos que dirigen el museo, la cultura de los visitantes que abonan su ticket de ingreso para observar esas culturas supervivientes.
En las salas los artefactos se amontonan en vitrinas y en estantes; en el sótano se exhiben momias y otros cadáveres que prueban que la continuidad cultural, restringida por la concordancia espacial, garantiza que el pasado y el presente converjan en un punto donde las distancias se asumen como evidencia de autenticidad.
Junto a la muchacha que dormita, en el patio, con la cabeza apoyada sobre su telar, está sentada otra muchacha frente al suyo propio. Según los desvíos metonímicos y las clausuras semióticas, la segunda muchacha representa a una cultura que difiere de la cultura de los patrocinadores y de los visitantes, pero que es también diferente de la cultura de la primera muchacha. Las han colocado allí como pruebas empíricas de la conservación de los saberes y prácticas del pasado andino. Cada mañana llegan desde sus comunidades y tejen a la vista de quienes ya han husmeado los textiles y los cadáveres en exhibición. La principal atracción del museo es una baratija de mercado llamada “cultura”.
Apenas pasa del mediodía, nadie más está en el patio. La segunda muchacha teje. Hay algo nervioso en sus movimientos, ese frío que uno siente cuando está atareado y sabe que alguien más mira por sobre su hombro. Está siendo escrutada, escudriñada no como individuo, no como sujeto con una existencia particular, sino como componente de una colectividad, de una abstracción identitaria, de un “ellos” difuso y circunscripto. Pasan los minutos, empieza a relajarse, se acostumbra, se aburre, se cansa. Deja sus utensilios a un lado y se apoya sobre el telar.
Reconozco la posición de su cuerpo. Apenas brota la tarde, ese momento en que los mercados bolivianos disminuyen la intensidad de sus intercambios de bienes y símbolos, en que los puesteros abrazan sus productos como si de un colchón se tratase, cierran los ojos y dormitan. La muchacha trazó ese movimiento: se apoyó sobre su telar, como si lo abrazara, y cerró los ojos. Ahora descansa. Estamos solos, los tres, en el patio.

Tejedoras en el museo

Las observo a poca distancia, sentado en un banco, justo a espaldas de la muchacha que acaba de dormirse. Vuelvo a notar los insistentes letreros que plagan el museo: “Prohibido tomar fotografías”. Pero el cuadro es demasiado bueno. Saco mi cámara y les tomo una fotografía. Luego otra. Y otra más. Podría preguntarme por la ética, pero no me parece interesante; prefiero preguntarme a qué llamado histórico obedece la necesidad de fotografiarlas.
Entonces la segunda muchacha, la que acaba de recostarse sobre el telar, la que está justo frente a mí, levanta la cabeza y se voltea. Bajo la cámara fotográfica. La mirada de la muchacha sigue dos inclinaciones, como si fuesen dos actos armoniosos y ensayados. Primero me observa, con fijeza, sin ningún dejo de emoción ni de interés; luego desvía la mirada levemente por sobre mi hombro, como si observara a alguien más. No volteo, allí no hay nadie, ¿o lo hay? Por fin, vuelve a su telar y me da la espalda. Le tomo una última fotografía. El resultado es malo, pero dice mucho sobre ese llamado histórico, sobre esa necesidad de fotografiarlas.
Cosas sagradas
Toda la tensión que provoca la expresión muda de esa muchacha está contenida en una fotografía tomada en 1906 a un pigmeo congolés de la etnia mbuti, un cazador recolector originario del Rio Kasai, un Twa. El pigmeo se llamaba Ota Benga y ese año fue exhibido en una jaula del Zoológico del Bronx, en Nueva York, acompañado de monos y otros animales. En esa fotografía, Ota Benga (nacido en 1884 en el Congo belga, su mujer y sus hijos –considerados “nativos en estado inferior de evolución”– asesinados y desmembrados por la Fuerza Pública del Rey Leopoldo II, capturado y cedido en trueque en el mercado de esclavos, expuesto en ferias mundiales estadounidenses como “eslabón perdido”, finalmente convertido en mano de obra asalariada y empujado al suicidio: disparo en el pecho a los 32 años) está de pie junto a un árbol, mirando a cámara; en el brazo derecho sostiene un chimpancé. Sólo se hicieron cinco imágenes promocionales, pues, al igual que una centuria más tarde, estaba prohibido tomar fotografías. El gesto de su rostro es inexpugnable, aunque un siglo después, como consumidor de baratijas, como partícipe directo de algo llamado modernidad, uno sienta un sudor frío en la nuca y se obligue a desviar la mirada.
El registro etnográfico está repleto de estas miradas, aún cuando los ojos tengan las cuencas vacías. Estas fotografías han sido tomadas en “zoológicos humanos” y “exposiciones etnográficas” enmarcadas en ferias de los siglos XIX y XX. La corrección política colonial asumía la presentación de la otredad, de la diferencia, como componente de un paradigma constituido alrededor de la raza, de la distinción biológica, del adelanto y del atraso evolutivo. Las personas pagaban su entrada, hacían cola, se amontonaban para ver a esas razas diferentes. Tampoco podían tomarles fotografías, ni alimentarlos. En una exposición de Bruselas, en 1897, cuando los africanos acabaron indigestados por la comida que los visitantes les arrojaban, las autoridades colocaron un letrero: “Los negros son alimentados por el comité organizador”. En el museo de Sucre no había letreros, pero las indias andinas también son alimentadas por el comité organizador.


Las cuencas vacías –ahora mirá los ojos muertos de los Niños del Llullaillaco en el refrigerador del Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta– tienen un marco legal más estudiado. El Código de Deontología Profesional del Consejo Internacional de Museos establece cómo deben tratarse los “objetos dedicados”: restos humanos y cosas sagradas. “Deben presentarse con sumo tacto y respetando los sentimientos de dignidad humana de todos los pueblos”, dice. Pero allí no se explicita cómo debe presentarse ese “objeto dedicado” constituido por personas vivas en exhibición, como las muchachas del museo de Sucre, en nombre de un artefacto llamado “cultura”, o como Ota Benga en el zoológico de Nueva York, en nombre de un artefacto llamado “raza”.
El llamado histórico se disuelve en la clandestinidad de los actos cotidianos. Nadie está por fuera de su época y por eso, mientras uno se horroriza ante el relato de Ota Benga, abona su entrada para observar cómo las muchachas andinas tejen en el patio del museo. Su exhibición está tan naturalizada que la correspondencia histórica entre raza y cultura se desvanece, cede ante la exigencia del gesto cínico que desnaturalice el vínculo. Raza o cultura, da igual. Todo fue hecho con amor.