miércoles, 24 de agosto de 2011

Etiopia - mas allá de Haile Selassie...

La nota de tapa del suplemento Turismo de Página 12 de esta semana está dedicada a Etiopía y sus numerosos tesoros culturales. Un educativo texto con bellas fotografías que va más allá de la imagen estereotipada del Africa de elefantes, cebras y jirafas...

  El techo de los ángeles en la iglesia de Debre Birhan Selassie. Foto Franck Zecchin

Página 12, Turismo, 21 de agosto de 2011
ETIOPIA. UNA CIVILIZACION MILENARIA, UN MUNDO EN SI MISMO

En la tierra de ángeles
Por Sergio Kiernan
Antigua de milenios, la segunda nación cristiana en el mundo fue leyenda y sigue siendo misterio. La sorpresa de encontrar en pleno Africa una escuela bizantina de pintura, una tradición feudal y una cultura incomparable.

De todos los paisajes de Africa, de todas sus vueltas y contradicciones, ninguno se compara a Etiopía. No es una tierra para ver animales, sentir pulsos telúricos o seguir tambores. Es una nación cansada de vieja, de monasterios y manuscritos, una civilización tan centrada en sí misma que ni siquiera usa el mismo calendario que el resto del mundo. Descubrir Etiopía es como estar entre los primeros turistas a Egipto, los que hace un par de siglos descubrieron otro mundo.
Como sus vecinos al norte, los etíopes existen hace milenios. Los griegos los mencionaban con sus puertos en el Mar Rojo, en lo que hoy es Eritrea, bastante antes de Cristo, les compraban commodities –cueros, cuernos, telas, piedras preciosas– y les pagaban en oro acuñado. Los lenguaraces interpretaban usando una mezcla de árabe arcaico y guiz, la lengua local que sigue usándose en las iglesias, como un latín de coptos. Algún audaz hasta reportaba su viaje al planalto, a las ciudades de Yeha y Axum, pobladas de tumbas reales y obeliscos altísimos.
En ese Cuerno de Africa que recibía flotas de la India y acuñaba moneda propia para dar cambio a los dracmas, había una civilización compleja y –accidentes del comercio– muy influida por el judaísmo de la época. Etiopía, para el cambio de Era, tenía una inmensa población convertida al culto a Yahvé –los falashas que hoy viven en Israel son sus descendientes– y un tránsito de palabras y textos que fue la levadura de mitos fundacionales. Para cuando llegó la novedad del cristianismo, el país estaba listo: los etíopes fueron el segundo pueblo en el mundo en convertirse como nación.
Lo que simplemente reforzó la conexión con el Viejo Testamento. El cristianismo etíope es de los que remarcan una y otra vez la conexión con el judaísmo, con iglesias pobladas de estrellas de David y la costumbre de guardar en el lugar más santo del templo –prohibido para los laicos– una réplica de las Tablas de la Ley, el tabot. También explica que el emblema nacional sea el León de Judá y que el origen mítico del país sea el amor entre Makeda, reina de Saba, y el prodigioso rey Salomón. El hijo de ambos, Menelik, es el primer negus negast, rey de reyes, y es quien rehace el pacto con la divinidad para que Etiopía sea el nuevo Israel. Como prenda del pacto, Dios autoriza que el joven rey robe las Tablas de la Ley del templo en Jerusalén. Según opinión unánime, las tablas siguen en el país, custodiadas por un cura consagrado en la capilla imperial de Axum, justo al lado de la catedral de Santa María de Sión.

 Bet Giorgis, una de las impresionantes iglesias talladas en una pieza de roca viva. Foto: Sergio Kiernan

Con semejante vuelo mítico, el viaje va a comenzar con un contraste llamado Addis Abeba, que a primera vista aparece como otra de tantas capitales medio atorrantas de Africa. Rota, sin veredas, de un tránsito abiertamente peligroso y con una mezcla rara de casillas de chapa, rascacielos mal construidos y cuadras enteras de racionalismo italiano, la capital tiene varios puntos a favor que hay que descubrirle.
Para empezar, sus lugares históricos. Addis Abeba quiere decir La Nueva Flor y es una ciudad joven, que apenas festejó su primer siglo. Su existencia se debe al último período de expansión del Imperio, cuando Menelik II conquistó el sur pagano y musulmán, bajando del altiplano cristiano que es el núcleo histórico del país. La leyenda es que a la emperatriz Tatui le encantó el clima del lugar, más húmedo y menos pedregoso que el norte, y pidió afincarse. Tatui hizo otro aporte trascendente cuando se enamoró de ese árbol excéntrico, el eucaliptus, y mandó plantarlo. Si Etiopía tiene leña, sombra y madera hoy en día es por los millones de eucaliptus sembrados de borde a borde en su geografía.

   El techo de los ángeles en la iglesia de Debre Birhan Selassie. Foto: Sergio Kiernan

La ciudad actual, la única que merece ese nombre en Etiopía, sigue marcada por el trazado original de Menelik y Tatui. El eje principal es la avenida Churchill, que corre de la estación de trenes –la estación, porque no hay otra– cerro arriba hasta el barrio de Piazza. Frente a la terminal de la línea a Djibouti hay un monumento notable, la estatua del Triunfante León de Judá, símbolo nacional. La pieza monumental de bronce recuerda un hecho marcante, que Etiopía nunca fue colonia y fue la única nación que rechazó, armas en mano y en una batalla definitoria, el intento italiano de colonizarla.
Los italianos, sin embargo, volvieron de la mano de Mussolini, que invirtió 200.000 hombres, decenas de tanques, una fuerza aérea y lo que quedaba de gas mostaza de la Primera Guerra Mundial en conquistar Etiopía y lavar la humillación sufrida. Fue una masacre y duró lo que un suspiro: el joven Haile Selassie I se exilió en Londres en 1936, para volver al frente de un vasto ejército con un diminuto apoyo británico en 1940, oficialmente aliado en la Segunda Guerra Mundial.

El maestro de guiz, la lengua sagrada del cristianismo copto, y sus estudiantes. Foto: Sergio Kiernan

El asombro es lo que alcanzaron a construir los italianos en esos cinco años. Por todo el país, Eritrea incluida, se ven las “bet italiani”, edificaciones de todo tipo levantadas en el estilo modernista que les encantaba a los camisas negras, y no hay pueblo de importancia que no tenga un barrio llamado Piazza. El de Addis Abeba es una encantadora mezcla de casas de principio de siglo, antes nobles y hoy convertidas en oficinas, con monoblocks a la Bauhaus, cachuzos pero elegantes, con calles animadísimas de vendedores y tránsito.

En la capital hay que aprender algunas cosas etíopes. Primero, que no es un país peligroso, aunque el primer vistazo pone nervioso. Lo que parece una villa es un barrio, tal vez un síntoma de que se está en uno de los lugares más pobres del planeta pero no que se está en riesgo. Segundo, que los etíopes son extraordinariamente sociables y hacen cosas como saludar al faranji visitante. Hay días en que cada diez metros hay que contestar un hello! y darle la mano a alguien muy sonriente que quiere simplemente practicar su inglés. No hay que ponerse nervioso y es de cortesía ser pacientes hasta con los insistentes vendedores ambulantes que piensan que el turista puede interesarse en ganar la lotería, comprar DVD truchos o un mapa mural de Africa. Es una oportunidad para entender la gran pasión nacional, la de regatear, actividad en que los etíopes no tienen nada que envidiarle al árabe más pintado. El precio faranji arranca por las nubes y nadie se incomoda si la primera oferta es un décimo del primer número.
Etiopía es, en rigor, un excelente lugar para aprender este arte, porque el devaluado birr hace que los precios sean muy bajos. A trece por dólar, un café bien servido –y los italianos sembraron esta tierra de máquinas espresso– termina costando un par de pesos, mientras una comida excelente sale por cinco dólares por cabeza, cerveza incluida.
Addis Abeba guarda dos tesoros imperdibles. Uno es la sede la Universidad, en el viejo gibi, el palacio imperial que Haile Selassie donó en los sesenta. Vale la pena acercarse para ver la entrada y los jardines, pero el edificio principal guarda una biblioteca notable, una galería de la vida cotidiana muy inteligente y la mejor colección de arte tradicional etíope del país. Como para terminar de romper estereotipos, la colección deslumbra con iconos, pintura religiosa y esa especialidad local, las cruces procesionales de fundición en níquel y bronce. El museo incluye algunas de gran antigüedad y belleza.

 El barrio de Piazza, la zona más comercial de la capital Addis Abeba. Foto: Sergio Kiernan

En el mismo edificio se aloja una colección muy amplia de instrumentos musicales –que incluyen los tambores imperiales con que Menelik II convocó a los nobles para rechazar la invasión italiana de 1896– y se conservan los aposentos reales de Haile Selassie y su emperatriz, Menen.
El norte del país es una enorme meseta montañosa, fresca y fértil en temporada de lluvias, donde se originó y se conserva la cultura nacional. Cuatro destinos permiten volver con una idea matizada de qué es Etiopía y con el asombro de ver que uno de los países más pobres del planeta puede sostener una cultura propia.
Quien quiera comenzar por el principio debe dirigirse al norte extremo. Cerca de la frontera eritrea se alza Axum, ciudad sagrada desde hace dos milenios y un campo arqueológico que necesita décadas de trabajo. El ínfimo porcentaje ya excavado incluye tumbas imperiales con casi dos mil años de antigüedad, dólmenes de tres mil y los dos espectaculares obeliscos tallados, precristianos y tan potentes en su diseño que hasta tienen un modelo de arco, en el remate, todavía llamado axumita. Por debajo de los obeliscos hay una pequeña ciudad subterránea de tumbas reales.
Pero Axum tiene además chapa de sagrada con los cristianos. Su centro real es la iglesia de Santa María de Sión, dueña de alguna de las pinturas religiosas más bonitas del país, todavía en uso pese a que al lado se alza la muy masiva Iglesia Nueva, un pastiche arquitectónico. Entre ambas iglesias se levanta, modesta, una capilla rodeada de una reja. Es dogma del cristianismo etíope que allí se guardan las Tablas de la Ley de Moisés, robadas del Templo de Salomón por orden superior y llevadas a la Nueva Jerusalén por vías milagrosas. La entrada está estrictamente prohibida y es leyenda que el padre custodio anda armado.

Uno de los muros de Debre Birhan Selassie, el “arca” de la pintura etíope. Foto: Sergio Kiernan

La siguiente parada es la villa de Lalibela, en las montañas del este, donde están las increíbles iglesias monolíticas. Lo de increíbles es literal, porque este sitio de la Unesco consiste en una veta de lava rojiza de un par de kilómetros de largo donde hace seis siglos se tallaron trece templos. Al llegar se ven edificios, al acercarse se percibe que son en realidad colosales esculturas, labradas por fuera y ahuecadas por dentro. Recorrerlas es un asombro: cielorrasos tallados, columnas, capiteles, arquerías, muros, todo es de una pieza de roca.
El conjunto es además una apropiación simbólica audaz. Según las crónicas, el rey Lalibela hizo un peregrinaje a los Santos Lugares, en manos de los turcos, pasando mil peligros y penurias. Al volver, decidió crear su propia versión en suelo etíope, con lo que el pueblo que ahora lleva su nombre tiene un Gólgota y un Gethsemaní, un Jordán y un Monte de los Olivos, un camino al cielo –difícil y peligroso– y hasta un Averno, un túnel oscurísimo y angustiante que finalmente se abre ante la Iglesia de la Redención.
La tercera escala obligada es la muy animada y agradable ciudad de Gonder, en el oeste, que tiene la distinción de haber sido capital del país por un par de siglos largos, todo un record en una cultura que tuvo mucho de nómade. El testimonio de este status es el conjunto de palacios renacentistas, que resistieron las guerras con los musulmanes y hasta el bombardeo británico a los fascistas. Hay que dedicarle un día entero al conjunto y prestar particular atención a su estilo, que con sus cúpulas redonditas se ganó el nombre de “gonderino” e hizo escuela en el país.

Uno de los castillos renacentistas de Gonder, patrimonio de la Unesco. Foto: Sergio Kiernan

Pero Gonder es además dueña de un hermoso mercado, que los sábados se anima de campesinos y donde es posible comprar especies y textiles, de buenos cafés –en particular el Delicious Bakery y el Etiopia Hotel, una cápsula de la década del treinta que a la noche se transforma en una suerte de whiskería suburbana– y de esa sorpresa que es la pizza etíope, exquisita y artesanal. La ciudad es pequeña y caminable, perfectamente segura y a mano de montañas de una belleza soñada.
Y es también el hogar de un artefacto cultural único, la iglesia de Debre Berhan Selassie, completamente cubierta de pinturas de la más pura Escuela Gonderina, que nace de la visita de un pintor veneciano en el siglo XV y marca un pase al realismo desde el hieratismo bizantino. El templo, con forma de Arca de Noé, contiene la famosa Trinidad representada como tres ancianos de cabello blanco y el todavía más famoso techo de los ángeles negros, que miran en todas las direcciones para ver nuestras falencias.
Muy cerca de Gonder y ahora accesible por tierra –las rutas etíopes suelen ser catastróficas y a nadie le extraña tomarse veinte horas para hacer 400 kilómetros– está Bahar Dar, al lado del lago Tanna, el único de la región. Bahar Dar es el resort local y tiene una flotilla de botecitos para recorrer las islas, cribadas de monasterios en actividad. Otra excursión popular es visitar la cercana fuente del Nilo, lugar mítico que les costó la vida encontrar a decenas de exploradores mal informados.
Quien recorra las calles y las aldeas de Etiopía tendrá que ser de hielo para no volver encantado de su gente y sus maneras. Es un país de brazos amplios, digno y amistoso, que permite entrarle y no necesita un tour rígido. De esos, quedan pocos.

Fuente de la foto de Franck Zecchin:
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