sábado, 13 de agosto de 2011

Mukombo

Mukombo, un improbable jugador de fútbol del lejano Zaire, una misteriosa ausencia cotidiana que se corporifica como un milagro en una Buenos Aires menos globalizada.
¿Acaso nos resultan hoy menos lejanos y ajenos los cientos (miles?) de vendedores africanos apostados en nuestras calles?

Imagen: Diario Clarín, 13 de agosto de 2011

Se me hace cuento- Clarín, 13 de agosto de 2011.
Mukombo
Por Marcelo Birmajer 

Mukombo era un jugador del seleccionado del Zaire que participó del Mundial 1974. Era defensor.
¿Por qué su nombre surcaba los patios escolares porteños, repetido en las bocas de niños que desconocían el Zaire, que no tenían ni idea de quién era Mobutu Sezeko? ¿Por qué continuaríamos recordándolo el resto del año, mucho después de terminado el Mundial, cuando ni siquiera nos enteramos de un evento relevante, como la pelea Alí-Foreman, en octubre, en ese mismo país? Mukombo, Mukombo, azuzábamos, como hechiceros conjurando una peste o deseándole el mal a un enemigo.
El Mundial se jugaba en Alemania, con jugadores de la talla de Beckenbauer, el holandés Cruyff o nuestro ratón Ayala. Pero no llegaban a interesarnos como el ignoto y deslucido Mukombo. Ignoto, porque ni los relatores ni los diarios lo mencionaban. Y deslucido, porque la única participación recordable del Zaire en aquel Mundial fue un partido que perdieron contra Yugoslavia por 0 a 9.
En fin, ahora que nuestros Newton contemporáneos han descubierto que cuando uno necesita un dato lo busca en Google, los liberaré de esa interrupción revelándoles que aquel año Mukombo fue la figurita más difícil.
Yo fungía como jugador para alguno de los potentados que, bendecidos por sus padres con un permiso financiero ilimitado, podían comprar todos los paquetes deseados, pero no conseguir a Mukombo.
Ni el azar ni el dinero lo deparaban.
La horrible costumbre de mis manos de transpirar continuamente se tornó virtud en el antihigiénico juego del Chupi, consistente en dar vuelta una figurita con un sólo golpe de la palma de una mano. El juego lleva el nombre de lo prohibido: chuparse la palma de la mano para que la figurita quede pegada. Yo no necesitaba chuparme las manos, de eso ya se encargaba el destino. En mi caso, era cierto lo del 10 por ciento de talento y 90 por ciento de transpiración. La misma figurita de Mukombo – quizás la única del universo– había pasado dos veces por mis manos transpiradas, pero ninguna de las dos para quedarse. El inversor me dejaba como recompensa un diez ciento de las figuritas ganadas, a su elección.
Me habían cambiado dos veces de colegio: una, porque me había hecho la rata a un edad impropia; la otra, porque había ratas en la escuela.
A duras penas conocía los nombres de dos o tres compañeros del aula. No era capaz de dibujar una cara humana: ponía la nariz por debajo de la boca. Las hojas de mi cuaderno estaban siempre borroneadas o manchadas.
Perdía todos los útiles y una vez hasta perdí el guardapolvos. Me quedaba en babia cuando explicaban los asuntos más importantes, y a menudo olvidaba aquellas clases en las que sí había prestado atención. De algún modo, yo me parecía a Mukombo: era el defensor de un equipo que perdía 9 a 0.


Mukombo (ausente), la dífícil

A principios de septiembre una epidemia de pediculosis azotó la aldea de los Mukombos. Afortunadamente, a los atacados se nos impedía concurrir a clase; no creo que hubiese sobrevivido, en aquellas circunstancias, a concurrir a la escuela completamente rapado, con mis dos enormes orejas.
En mi casa no sabía qué hacer. Me tomé el 132 por Paraguay, pelado y en proceso de desinfección, a vivir mi licencia por la ventanilla.
En Paraguay y Maipú vi a un montón de negros con camperas blancas saliendo de un lujoso hotel. Eran altos y llenos de rulos; pensé en jugadores de basquet. La espalda de uno de ellos me informó que pertenecían al seleccionado del Zaire. Me levanté tan rápido que los piojos deben haberse mareado.
Apreté el timbre fuera de la parada; el chofer supo, por mi manera de oprimir, que debía matarme o abrir. Bajé corriendo. Llegué hasta los jugadores y, sin mirar a ninguno en particular, comencé a gritar: Mukombo, Mukombo, Mukombo...
Mukombo giró como si una tía hubiese atravesado el océano a nado para venir a avisarle que se había olvidado un pañuelo en el Zaire.
Yo dije “¿Mukombo?”, por cuarta vez.
Sin explicación alguna, nos fundimos en un abrazo. Parecía una tarjeta de la UNICEF.
Mukombo, además de pésimo jugador, demostró ser un excelente Intérprete; logró comunicarme que estaban en Argentina de paseo y, agregó, si clasificaban, tal vez pudiéramos vernos aquí mismo en el 78.
Previo paso por sanidad escolar para testificar que mi cabeza estaba despiojada, retorné al colegio: a eso, extrañamente, lo llamaban curarse.
Mi principal inversor tuvo la deferencia de comentarme que, durante mi ausencia, sus ganancias habían mermado.
– ¿Sabés qué? –me dijo–. Me salió Mukombo.
– Dejá –contesté–. Ya lo tengo.


Fuente: http://www.clarin.com/ciudades/Mukombo_0_535146662.html
Foto de figuritas y más información sobre Mukombo en:
http://mundod.lavoz.com.ar/futbol/mukombo-la-gran-figura-del-mundial-de-alemania-0