viernes, 15 de enero de 2010

Haiti (3)

Si uno está interesado en la cultura afroamericana, resulta difícil sustraerse a la catástrofe en Haití. No sólo fue la primera república negra en independizarse, sino también la cuna de manifestaciones culturales (religiosas, musicales, artísticas) notables.
Como suele suceder en Afro-América, los haitianos son intensamente ricos en cultura y muy pobres materialmente.
Y ahora, ni forma de imaginarlo.
Como dice una nota de Página 12 de hoy, a "la profunda debilidad previa de las instituciones y la infraestructura haitianas" hay que agregar que "el terremoto del martes, con epicentro en la capital, haya derribado físicamente la Casa de Gobierno, el Parlamento, los hospitales, y que entre sus víctimas se encuentre buena parte de los médicos, las enfermeras, los policías. El presidente haitiano instaló su despacho en el aeropuerto, por donde empezó a llegar la ayuda internacional."
Parece cine-catástrofe, pero es la realidad.
A continuación, la primera parte de una nota aparecida en el diario Crítica, que da una idea (vista desde afuera, claro) de la vida en Port-au-Prince previa al terremoto.
Para enfatizar la presencia cotidiana del arte en la sociedad haitiana, las fotos muestran los tap-tap, los pequeños ómnibus de transporte público pintados de maneras que recuerdan a nuestros filetes.
Port-au-Prince, la ahora destruída capital de Haiti
(La foto pertenece a www.traveladventures.org que permite su utilización para fines personales, incluyendo blogs)

Diario Crítica del 15 de enero de 2010. Opinión.
(El autor no se identifica porque los redactores están en conflicto con el diario y no firman sus notas)
Terremotos remotos
Los haitianos del mundo prefieren pensar que hay un dios aunque los condene a la pobreza sostenida y les mande, de tanto en tanto, desastres.
“Es de mañana y en Port-au- Prince, en las calles de Port-au- Prince, hay una cacofonía sostenida de gritos, músicas, bocinas y un calor imposible. En esas calles, que alguna vez fueron asfaltadas y ahora son barro negro maloliente, hay hombres que se lavan la cabeza con el agua servida que las cruza, mujeres que despulgan sobre sus faldas a chiquitos muy flacos, mujeres que dormitan bajo un sol como espadas, mujeres que se pasan el día entero de rodillas ante diez guayabas o un montoncito de maní. Hay hombres que llevan sobre el hombro maderos grandes como cuatro hombres, hombres que miran lo que más hombres hacen, hombres que miran a esos hombres que miran, hombres que ni siquiera se interesan, mujeres que llevan sobre sus cabezas baldes de agua o fardos despiadados, en equilibrio imposible, y muchos chicos que corren chapoteando del barro a la basura. En una esquina, otra mujer con camiseta de batman cuenta por cuarta vez su fortuna de catorce paltas y, a su lado, otra casi desnuda toma agua muy sucia de una taza, a sorbitos, y grita con los ojos en blanco: la cabalga un espíritu farsesco. En esa esquina, un chancho gris y grande como un trueno come basura sobre una montaña de basura y un pálido cabrito en la punta de una soga espera que alguien lo compre para llevarlo al sacrificio. Un negro blanqueado por la enfermedad lava un auto de antes del diluvio, y otro parte con una pica sobre el barro negro una barra de hielo. Lo miro, y él cree que tiene que excusarse. En créole me dice que su pica no es buena, que él sabe que en los países extranjeros las hay mucho mejores. Gente que pasa recoge del barro negro los pedacitos que le saltan, y los rechupa con alivio. No hay viento, y en el aire pesado se mezclan los olores del mango, la basura, la mierda y la canela con ese frito intenso de un aceite que hierve desde siempre. En esas calles, la miseria es ese olor inconfundible, una mirada de odio, la cara con que te piden todo el tiempo una moneda. Detrás, en las casitas de madera o de cartones, pintadas de colores, familias se amontonan en seis metros cuadrados sin luz ni agua ni grandes esperanzas. A veces llueve. Otras diluvia”, escribí, hace ya casi veinte años, cuando fui a Port-au-Prince, la capital de Haití, que ahora, además, es una ruina.


(La foto pertenece a www.traveladventures.org que permite su utilización para fines personales, incluyendo blogs)
Una ruina y, de pronto, tantas cosas vuelven a su lugar. Jueces juiciosos, jueces prejuiciosos, presidentas y presidentes imprecisos, reservas y terceras, embargos sin embargo, fondos, formas –hasta un bicentenario: todo en su lugar. De pronto, porque de pronto la prepotencia de la muerte los devuelve a su lugar de pavaditas. Aquí al lado, a menos de siete mil kilómetros, una tierra tembló y murieron docenas y docenas de miles y miles de personas. O, mejor dicho: murió una señora Catherine de unos sesenta años ocho hijos infinidad de nietos que vendía trozos de coco en la avenida y se teñía las canas, murió un chico Jean-François cuatro años gran comedor de mangos de la calle, murió su hermano Pierre que le llevaba un par de años y había empezado la escuela hace tres meses pero no le gustaba, murió un señor Étienne cuarenta y tantos empleado del correo de la calle Pétion dos hijas una nieta que el lunes pensó no ir a trabajar porque tenía acidez pero supuso que su jefe iba a suponer que estaba con resaca y le dio miedo y fue y el mundo se le cayó encima –y así de seguido, con muchos más detalles, mucha más sangre, mucha más mugre y mierda y gritos, cien mil veces. Imaginen estas frases reformuladas cien mil veces: sólo para ofrecer de cada muerto una imagen tan precaria como éstas serían precisas diez mil páginas.
(La foto pertenece a www.traveladventures.org que permite su utilización para fines personales, incluyendo blogs)

Fue aquí al lado, a menos de siete mil kilómetros, en un país desarrapado destrozado bellísimo. Fue aquí al lado y la prensa argentina lo contó con desgana: se dedicó, sobre todo, a esa falta de imaginación que suelen llamar nacionalismo, y se empecinó en repetir la historia del gendarme misionero que murió en su puesto de la ONU; reafirmó nuestro provincianismo, nuestra insistente convicción de que sólo nos importan los que tienen nuestro pasaporte –porque no debemos ser capaces de pensar que un señor haitiano o indonesio nos queda tan cercano como el otro. Pocas conductas más baratas, más cortitas. (...)
La nota, que en su segunda parte abandona el tema Haití, sigue en:
La nota de Página 12 nombrada al comienzo (de Pedro Lipcovich), en:

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