sábado, 15 de noviembre de 2008

El candombe argentino vuelve al cine

Donde arde el fuego nuestro

Por Norberto Pablo Cirio
Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega”
pcirio@fibertel.com.ar

Hace unos meses recibí la solicitud de la producción de Teresa Constantini para el de asesoramiento musicológico de su película Felicitas.
Se trata de una historia de amor basada en un personaje real del Buenos Aires de 1870, Felicitas Guerrero, quien a los 15 años estaba enamorada de un joven de su edad y fue obligada por su padre a casarse con un potentado cuarenta años mayor, y cuyo desenlace fue trágico. La pregunta más acuciante que me formularon era sobre cómo cubrir musicalmente una escena callejera de un paso de comparsa afroporteña durante el carnaval. La necesidad de apelar al juicio documental nació de un sentido de responsabilidad para con la historia a fin de evitar o, al menos, minimizar, cualquier intervención que no se ajustara a la época. En ese marco, la pregunta inicial fue pertinente: ¿Hay afroporteños que toquen esta música? Mi respuesta les hizo tachar, sutilmente, el nombre de una asociación de candombe al estilo montevideano en Buenos Aires que figuraba en su agenda, debajo del mío. La opción B, digamos. Y lo que sigue, una de las más hermosas vivencias que he tenido con la Asociación Misibamba. Comunidad afroargentina de Buenos Aires, a la que pertenezco, y con quienes compartimos en placer de estudiar y vivir esta tradición musical.
Se trataba de un trabajo remunerado y la responsabilidad fue asumida al instante. Para una de las escenas de la película necesitaban una comparsa de época. La tuvieron, y vaya si fue una comparsa en la que el orgullo de asumirse afroargentino vistió con la mejor gala a la música con la que anoche, en el rodaje, honraron a sus ancestros:

Juan Suaqué: Mary, ¿de quién aprendiste este tema?
María Elena Lamadrid: De mis abuelos.
Juan Suaqué: Bueno, vamos por ellos.

Así comenzó Juan (Director de la comparsa y Presidente de la Asociación), formalmente, la grabación del audio ayer, cuando se rodó la escena en Uribelarrea, un pueblo bonaerense del partido de Cañuelas. Su pregunta la dirigió a la más importante referencia de los afroporteños contemporáneos, María Elena (integrante de la comparsa, Vicepresidenta de la Asociación y su líder espiritual). Este breve diálogo pudo haber pasado inadvertido pues los equipos de registro aún no estaban activados y mi atención estaba repartida en muchas cuestiones. Pero no fue así, lo memoricé y lo escribí enseguida en mi cuaderno de notas. Algo me decía que era importante para comprender el corazón mismo de aquellos cuarenta afroargentinos que se unieron para hacer callar allí a tanto silencio transcurrido, para curar con su canto a tanto dolor mascullado, para olvidar el olvido de tanta memoria intencionalmente no valorada por quienes asumieron la responsabilidad de narrar la patria y la historia musical argentina.
Allí estaban -allí estábamos-, dispuestos a dar todo de sí, en la certeza de nuestro derecho ciudadano a ser arte y parte en el cotidiano esfuerzo por construir nuestra identidad. Y vaya si lo lograron -vaya si lo logramos-, fueron más de doce horas de extenuante rodaje, de probar vestuario, de pasar por maquilladoras y peluqueros, de esperar, de repetir una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez la escena requerida. Tras haber comenzado a las 16:00 horas, un oportuno corte a las 2:00 para cenar permitió recuperar fuerzas hasta que pidieran repetir la escena. Lamentablemente, la cena no satisfizo la medida en que habían dispensado las energías físicas, pero no importaba, las energías espirituales estaban intactas y vaya que satisfechas. Con todo, los cuerpos comenzaban a acusar cansancio, pues algunos integrantes llegaban a los 75 años de edad. Durante la cena los perdí, pues mi calidad de no-actor me impidió compartir ese momento fraterno. Al cabo de una hora los busqué por entre la multitud de extras que había desparramados por el pueblo. No los encontré, mas la inquietud cesó cuando divisé a un costado de la calle donde se rodaba la escena, a oscuras, a los hombres de la comparsa reunidos en torno a un fuego, descansando, calentando los tambores, charlando, riendo. Allí estaban, donde arde el fuego nuestro.
Allí me enteré que habían cenado hambre, allí me enteré que estaban muy cansados, allí me enteré que hasta que saliera el sol, literalmente, iba a seguir la filmación, porque al ser la escena nocturna necesitaban repetirla mientras el día no tornasole a la noche. Allí me enteré que estaban felices (allí supe que era feliz), allí entendí que el fuego que ardía al centro era el espejo secreto de nuestros corazones y de los corazones por venir, sus -nuestros- descendientes, quienes también un día cultivarán la tradición de sus ancestros, ahora mis amigos, y así la rueda de la tradición continuará girando por siempre. Allí, al crepitar de las llamas que nos iluminaban, hicimos conversar al silencio, acaso no diciendo nada, acaso diciéndolo todo. Allí creí cifrar el inextricable sentido de la vida y se me permitió vislumbrar algo del porqué de estar en el mundo, el quizá llamado destino.

La escena de la película debieron repetirla una y otra vez, una y otra vez, hasta las 5:30, cuando la producción los licenció. Y tras un aplauso cerrado, un toque de tambor y varios “¡bariló!” regalados al viento del alba, se dieron cuenta que al querer volver a ser ellos despojándose de la utilería y mudando las ropas de época por las suyas, mágicamente seguían siendo ellos y comprendieron lo más difícil: no habían sido actores, no habían representado ningún papel sino que hicieron de ellos mismos y por eso pudieron hacerlo como nadie. La transmutación estaba lograda, los tiempos habían sido unificados: ellos eran ellos-y-sus-ancestros, amalgamados por la música inmemorial del tambor, por los dibujos que al danzar hicieron en la calle de tierra, por el fuego que calentó por igual sus cueros y los cueros de sus tambores, acaso la misma piel en la que vibra la valiente memoria de sus mayores. Quizá más de uno lloró para adentro, como lo hice yo, por el privilegio de la alegría recibida en esa noche trascendental.
Volvimos. Cumplimos con nuestra misión. El candombe porteño dijo presente en pos de su visibilidad, recuperando un espacio y una memoria colectiva que nunca debió perder, en este caso de mano de sus propios cultores y de un humilde servidor que piensa que no hay mejor antropología que la social, aquella que ayuda.
Sabemos que el haber formado esta comparsa con cuarenta afroargentinos no fue sino el puntapié inicial de una tarea social tan vasta como necesaria, multiplicar las manos y la voces que digan con orgullo compartido: esta es nuestra cultura, esta es nuestra tradición, este es nuestro candombe. Que ese fuego nuestro sea el fuego de todos. Está bajo nuestra responsabilidad el alimentarlo.

Fotos: Pablo Cirio